«A pesar de todo, hemos ganado», dicen las víctimas que Joe Arpaio no quiere ver

El exalguacil del condado de Maricopa prefiere ignorar el dolor que causó. Salvado por su amigo, el presidente Trump, de un final humillante entre rejas, no muestra arrepentimiento. Sus víctimas se sienten defraudadas, pero se contentan sabiendo que Arpaio pasará a la historia como un símbolo de intolerancia. Dan Magos recuerda el 4 de diciembre de 2009 como uno de los días más humillantes de su vida. Aguardaba detenido en su camioneta frente a un semáforo en rojo cerca de su casa de Phoenix, junto a su esposa Eva, cuando D. Rusell, un agente del sheriff Joe Arpaio, se cruzó en su auto patrulla y les miró a la cara. Sin motivo aparente, el agente dio la vuelta y activó sus luces de emergencia. Magos no había cometido ninguna infracción y luego de tres minutos de espera, extrañado, se bajó de la camioneta. A gritos, el oficial le ordenó que volviera a entrar al automóvil. Le preguntó si llevaba drogas, armas o, para su mayor sorpresa, «bazucas». Magos le respondió que llevaba una pistola para la que tenía derecho de porte, y el oficial le hizo salir de su camioneta para registrarle con las piernas abiertas y las manos sobre el auto. En aquellos días, Arpaio había convertido el extenso condado de Maricopa, que engloba el área metropolitana de Phoenix, en un territorio donde los hispanos eran objetivo prioritario de sus patrulleros. Durante aquellos largos minutos, por la cabeza de Magos pasaron las imágenes de redadas en los barrios latinos del sur de Phoenix, las calles cortadas por decenas de autos de patrulla, los vecinos corriendo para refugiarse en sus casas, los llantos por los arrestos de un padre o una madre. Años más tarde, las víctimas de aquel terror creían que habían encontrado justicia y que al principal responsable le esperaba un final humillante. En noviembre del año pasado, Arpaio perdió la reelección como sheriff del condado de Maricopa; en julio siguiente, un juez le declaró culpable de desobedecer a otro juez en un caso de discriminación racial; y el 5 de octubre aguardaba una sentencia que le podía haber enviado a la cárcel. Por fortuna para él, hace tres semanas su amigo, el presidente Donald Trump, acudió a su rescate, otorgándole un indulto. El día que se anunció el perdón, Magos dice que sintió una gran decepción. Desde que llegó a Estados Unidos en 1958, con 12 años de edad, procedente de Chihuahua, México, nunca había tenido una experiencia negativa con los agentes del orden. Había prosperado en el país con su negocio de construcción; y sus dos hijas, Rebecca y Ana, habían llegado a la universidad, en gran parte según Magos, gracias a que EEUU «es el mejor país del mundo». «Mi esposa me decía siempre que yo era más patriota que los nacidos aquí», recuerda Magos, de 72 años, en una conversación en su casa, que él mismo construyó. En la puerta exhibe una bandera de EEUU. Mientras estaba retenido, Magos le preguntó en tres ocasiones al agente Rusell por qué le había parado. Solo a la tercera, cuando les dejó ir, le respondió que no había visto la placa de su camioneta, una excusa ridícula porque en Arizona los autos no están obligados a portar una placa en la parte frontal. Para Magos, lo más vejatorio fue el hecho de que su esposa tuviera que ser testigo de aquel abuso. Eva falleció el año pasado de cáncer y días antes de morir, alcanzó a decirle: «Vamos a ganarle a Arpaio».

«¿Cómo no gané?»

Arpaio pasará a la historia como un símbolo de intolerancia y racismo contra los hispanos, pero él cree que en realidad es la víctima de una cacería de brujas dirigida por demócratas. La clemencia que Trump tuvo con él es inusual, porque los presidentes suelen adoptar esa medida de gracia con criminales que han expresado al menos algún grado de arrepentimiento. «¿Un perdón por hacer mi trabajo? Eso no pasará nunca», responde desafiante en una mañana reciente en su oficina de Fountain Hills. «Creo que si me subiera a una torre grande y le gritara a todo el mundo, a todos los hispanos, y les dijera que estoy en desacuerdo con todas las deportaciones y les dijera ‘les quiero a todos’ no serviría para nada». Vestía una ancha camisa hawaiiana azul y solo le acompaña Ava, su esposa durante 60 años. Sin poder político ni empleados a sus órdenes, el exsheriff sigue teniendo una oficina que parece un museo dedicado a su persona, donde guarda una colección de muñecos de Arpaio, condecoraciones y varias cajas apiladas con recortes y material videográfico en el que él aparece. Gracias al perdón, su nombre vuelve a cotizar alto en el mundo de la derecha nativista recelosa de los inmigrantes. Le llueven las ofertas para dar discursos en eventos del Partido Republicano por todo el país y acelera sus planes para publicar un libro en el que amenaza con ajustar cuentas con sus enemigos políticos; entre ellos, los jueces que declararon sus acciones ilegales y el gobierno del expresidente Barack Obama. Ahora Arpaio pasa la mayor parte de su tiempo en Fountain Hills, donde tiene una casa junto a un hermoso lago con una fuente que lanza al aire una columna de agua de 170 metros. Cuando fue inaugurada, en 1970, la fuente entró al libro Guinness de los récords como la más alta del mundo. En esta comunidad sigue teniendo muchos partidarios que, como él, creen que ha sido víctima de una injusta persecución política. Arpaio perdió en noviembre su primera elección desde 1992 contra el demócrata Paul Penzone, que ganó con la promesa de acabar con la filosofía intolerante que el viejo sheriff había inculcado a sus 800 agentes. Penzone ganó con 665,478 votos a favor (55.6%) frente a los 531,674 votos de Arpaio (44.4%). Él cree que fue víctima de fraude electoral y de tácticas sucias por parte del gobierno de Barack Obama, que días antes de la elección anunció el cargo contra él por desacato. «Allá donde voy todo el mundo me dice: ‘Voté por ti, voté por ti’. Y yo me pregunto, si todo el mundo votó por mí, ¿cómo es posible que no gané?». Refugiado en su museo personal, Arpaio ignora –o prefiere ignorar– el dolor que causó. «¿Por qué cuando hablamos de inmigración ilegal tenemos que tener pena por todo el mundo? ¿Por qué?», protesta.

«Años de terror»

Las operaciones masivas eran decididas por el propio Arpaio. Por lo general, en respuesta a pedidos del público en líneas de teléfono y direcciones creadas para delatar a indocumentados, según los documentos que el juez federal Murray Snow examinó años más tarde en una demanda contra las prácticas de Arpaio. Las alertas eran como la que hizo el 1 de agosto de 2008 una mujer de Sun City, una comunidad de retirados que era uno de sus graneros de voto. La señora se quejó de haber «escuchado español hablado en un McDonald’s en la esquina de Bell Road y Boswell» y pedía al sheriff que «limpiara el área de inmigrantes ilegales». En otra carta, del 8 de mayo de 2008, otro residente se quejaba de que los inmigrantes ilegales «saben poco o nada más de este país más allá del hecho de que el sistema de ayudas públicas es mejor acá que en México». «Fueron años de terror. En ningún otro lugar del país estaba sucediendo aquello a esa escala», afirma Carlos García, director de Puente, una organización activista que nació para luchar contra los abusos de Arpaio. En una de las redadas en 2008 en el balneario GolfLand Sunplash, en Mesa, los agentes de Arpaio averiguaron que la limpiadora Guadalupe «Lupita» Rayos trabajaba como indocumentada con un número de seguridad social falso. Días más tarde, al amanecer, se presentaron en su casa, donde dormían sus hijos Ángel, de 8 años, y Jacqueline, de 6. Se la llevaron arrestada ante los ojos incrédulos de Ángel, que se despertó con el ruido. Lupita luchó durante años contra la orden de deportación, pero este febrero los agentes de ICE la expulsaron a México y ella se convirtió en una de las primeras deportadas por Trump. La familia luchó para que la condena por usar una identidad falsa fuera revocada, alegando que la redada que dio origen al caso era inconstitucional. «Ha sido muy difícil sobre todo tratar de inculcar a mis hijos que no guarden rencor», dice Aarón, el marido de Lupita, de 35 años, que ahora se encuentra en Guanajuato con sus padres.  Elegido por primera vez en 1992, Arpaio no le dio prioridad a la inmigración ilegal hasta muchos años después, cuando descubrió que esta ‘cruzada’ podía darle votos. Se había hecho famoso como «el sheriff más duro de EEUU» por publicitar medidas humillantes y crueles contra sus reos, a quienes alimentaba con comida de pésima calidad, conducía con cadenas y obligaba a vestir ropa interior rosa. Su nombre fue asociado durante años con la prisión de la carpas, Tent City, en la que los presos sufrían el calor extremo de Arizona. Arpaio fue demandado por los familiares de reos que murieron en las prisiones del condado por tratos abusivos de los carceleros. Los críticos señalaban a Arpaio por haber promovido en su organización una «cultura de crueldad». Fue en abril de 2005, cuando Arpaio se encontró, sin proponérselo, en medio de una polémica que le enfrentó a los halcones de inmigración de su estado. Por entonces, comenzaron a proliferar en Arizona los vigilantes, civiles armados que tomaban la ley por sus manos para detener a indocumentados. Uno de ellos, Patrick Haab, fue arrestado por agentes de Arpaio cuando lo encontraron una noche encañonando a siete indocumentados en el área de descanso de una carretera. En un principio, Arpaio decidió mantener a Haab en prisión, ignorando la excusa de que estaba actuando en legítima defensa. Pero días más tarde intervino el fiscal del condado de Maricopa, Andrew Thomas, quien había hecho campaña con una plataforma anti-indocumentados. El fiscal Thomas anunció que no procesaría a Haab porque su acción había sido legal, ya que el coyote que estaba dirigiendo al grupo estaba cometiendo un crimen federal. Thomas y Haab fueron encumbrados como héroes locales. Arpaio aprendió la lección y un año más tarde decidió hacer de la inmigración ilegal una prioridad para su oficina, creando la unidad de Interdicción de la Inmigración Ilegal (la triple I o III). En su origen tenía solo dos agentes adscritos, pero rápidamente la mayor parte de los recursos de la agencia iban a estar destinados al arresto de indocumentados. En una conferencia de prensa en 2007, Arpaio anunció el inicio de una nueva etapa: «Mi programa, mi filosofía es un programa puro. Vamos detrás de los ilegales. No me preocupa decirlo. Y vamos detrás de ellos y los encarcelamos», dijo Arpaio. Patricia Bernal 53 años, fue detenida por una pequeña luz que faltaba en la placa de su carro. El sheriff daba su giro al calor de una oleada reaccionaria en Arizona contra los inmigrantes y el cambio demográfico. Maricopa pasó de 2.1 millones de habitantes en 1990 a 3.7 millones en 2010. En ese período, los hispanos pasaron de ser un 16% de la población del condado a casi el doble. A la legislatura estatal llegaron políticos republicanos impulsados por una retórica que demonizaba a los inmigrantes indocumentados. Por extensión, los hispanos se convirtieron a ojos de muchos residentes en una comunidad problemática, dependiente de ayudas públicas y propensa al crimen. No importaba que los estudios demostraran que los inmigrantes comenten menos delitos que los nacidos en EEUU. Como sucedió en California en la década anterior, el rápido cambio demográfico fue un caldo de cultivo perfecto para políticos demagogos.

Principio del fin

Los abusos de Arpaio durante estos «años de terror» precipitarían su final. Poco a poco la presión de los activistas y la atención mediática nacional erosionaron la popularidad del sheriff. Una serie de reportajes del diario local East Valley Tribune ganó un premio Pulitzer al exponer cómo el foco de Arpaio en la inmigración ilegal había acarreado un abandono de la investigación de otros crímenes; entre ellos, cientos de abusos sexuales. En el frente legal, los jueces declararon inconstitucional la práctica de Arpaio de demandar papeles en paradas de tráfico por la mera sospecha de que las personas de aspecto latino eran indocumentadas. La Corte Suprema de EEUU sentenció en junio de 2012 que era necesario que el conductor hubiera cometido alguna otra infracción para que los agentes le retuvieran, en una decisión sobre la ley de Arizona SB1070, que institucionalizó los métodos de Arpaio. Arpaio desobedeció a los jueces, llegando incluso a jactarse en entrevistas con medios nacionales, entre ellos Univision, de que no abandonaría sus prácticas. El 31 de julio, la jueza federal Susan Bolton condenó a Arpaio por desobedecer al juez federal, Murray Snow, que le había ordenado dejar de detener a conductores meramente por ser latinos. Aunque nunca va a pedir perdón, Arpaio hace esfuerzos por demostrar que no es un racista. A diferencia de muchos votantes reaccionarios de Arizona, él ha sido un hombre de mundo. Como agente de la DEA, la oficina de lucha contra la droga, trabajó en Turquía, México y Argentina. «Cada vez que me encuentro con un extranjero, me encanta hablar con ellos porque puedo hablar de cosas internacionales. He estado en tantos lugares. Me encanta», dice. «Arpaio no es un racista, es un ególatra», dice Chuck Coughlin, presidente de la consultora política de Arizona HighGround. «Todo para él giraba en torno a su persona y no en torno al servicio público o un propósito superior». Aunque Arpaio dice que sigue teniendo fans, incluso muchos republicanos de Arizona se han cansado de él. Solo 63.3% de los republicanos del estado apoya el perdón que le dio Trump, según una encuesta realizada días antes del anuncio de la medida, el 21 de agosto, por la firma Highground. Figuras notables del estado, como los dos senadores —los republicanos Jeff Flake y John McCain— desaprobaron la medida. Insatisfecho con el indulto de Trump, el exsheriff quiere ahora limpiar su nombre y ha solicitado a la jueza federal que le condenó, Susan Bolton, que borre el registro de antecedentes. La jueza ha dicho que necesita oír a los fiscales y convocó una audiencia para el 4 de octubre. Sus víctimas se sienten defraudadas, pero guardan como consuelo la certeza de que la historia pondrá a Arpaio en su lugar. Ahora la lucha de los activistas que defienden los derechos de inmigrantes está centrada en los jóvenes indocumetados dreamers que días después del perdón al exsheriff conocieron que el gobierno de Trump ponía fin al programa que les protege de la deportación. «En Arizona ya sabíamos cómo sería este país si Trump se convertía en presidente», dice Viridiana Hernández, del grupo Lucha. «Su reputación ha quedado manchada y será recordado como un criminal», dice la activista Lydia Guzmán sobre Arpaio . «A pesar de todo, hemos ganado». Dan Magos habló con Arpaio sólo en una ocasión, durante una audiencia días antes de la condena de julio. Venció su «sentimiento de repugnancia» para acercarse a él durante un receso. «No hablamos durante más de tres minutos. Solo al final le confesé: ‘Déjeme que le diga una cosa, no voy a desearle buena suerte’. Y se rio», recuerda Magos. «Me ayudó a sentirme liberado, me libré del rencor que le tenía».

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