El cáncer es tan antiguo como la especie

Se halló que existe hace 1,7 millones de años. A pesar de los esfuerzos, aún no se encuentra cura. Aunque joven, el dolor en el borde interno del pie le impedía caminar, al punto de que su supervivencia, que dependía de cazar para comer y de correr para defenderse de una naturaleza hostil, se tornó improbable, hasta que falleció en medio de un sufrimiento sin tregua. Esto es lo que pudo haber padecido el homínido que hace 1,7 millones de años tuvo un cáncer en el pie y cuyo hueso comprometido por la enfermedad fue encontrado recientemente en una cueva del yacimiento prehistórico de Swartkrans, cerca de Johannesburgo, en Sudáfrica. Se trata de la evidencia más antigua de una enfermedad maligna en la especie humana, lo cual plantea un nuevo punto de análisis sobre esta afección y su evolución. Entre los tumores benignos, el más antiguo hallado en un fósil humano corresponde a un neoplasma (crecimiento anormal del tejido) en las vértebras de un niño ‘Australopithecus sediba’ que vivió hace casi dos millones de años, procedente de la cueva Malapa, también en ese país africano. Uno de los aspectos más sorprendentes del reciente hallazgo en Swartkrans es que el tumor que tenía el bípedo prehistórico, un osteosarcoma (cáncer de las células del hueso), tiene características idénticas a los que se encuentran hoy. Y es sorprendente porque la medicina moderna ha venido consolidando la idea de que los cánceres y otros tumores en los humanos se relacionan de manera directa con las condiciones de vida y el ambiente modernos, premisa que se derrumbaría con estos restos, que nada tienen que ver con las sociedades industriales de hoy. No en vano Edward Odes, uno de los investigadores de la Universidad de Witwatersrand que registraron el hallazgo del osteosarcoma fosilizado, dice que “la humanidad está luchando contra el cáncer desde hace un tiempo más largo de lo que hasta ahora se ha supuesto” y Patrick Randolph-Quinney –quien certificó que dicho tumor es igual a los de hoy– asegura que la historia de esta patología “es muy diferente y más compleja de lo que se creía”. Antes de que estos vestigios de malignidad aparecieran, el tumor más antiguo del que se tenía conocimiento databa de 120.000 años atrás. Era una displasia fibrosa en la costilla de un neandertal encontrado cerca de Zagreb (Croacia) en el 2013. Este tipo de cáncer que afecta los huesos es bastante común hoy. En su momento, David Frayer, investigador de la Universidad de Kansas que lideró el estudio de la costilla, llamó la atención sobre el hecho de que los neandertales vivían la mitad de lo que alcanzan los humanos en la actualidad y en ambientes no contaminados, factores contrarios a las teorías que relacionan el cáncer con una vida más larga y con la industrialización. Cabe anotar que esta masa costal lanzó el cáncer 100.000 años atrás en la historia, porque hasta la primera década del siglo XXI se creía que su aparición en la gente no tenía más de 4.000 años. Ahora bien, los primeros casos ‘clínicos’ que describen tumores malignos se encontraron en el papiro de Edwin Smith, un tratado médico encontrado en Egipto que se remonta al siglo XVII antes de la era cristiana, en el cual se describen ocho casos de cáncer de seno tratados con cauterización (destrucción de los tejidos con un elemento caliente). Sin embargo, el documento aclara que no existe cura contra estos males, lo que permite inferir que los tratamientos eran paliativos. En el también egipcio papiro de Ebers (1500 a. C.) hay más descripciones de lesiones tumorales en la piel, el estómago, el útero y, quizás, en la glándula tiroides, además de detalles de extirpaciones quirúrgicas de algunas. Pero fue Hipócrates, en la Grecia del siglo V a. C., quien –con su teoría de los cuatro humores– acuñó el término ‘karkinos’ (cangrejo) para referirse a las úlceras malignas y sin cura, del que se derivó la palabra cáncer. Según algunos historiadores, la relación de este concepto con la enfermedad radica en la similitud, en términos de dureza, entre algunos tumores y los caparazones del crustáceo. Otros creen que se debe al patrón en que el mal invade los tejidos, en forma de patas de cangrejo. Galeno, el médico griego del siglo II, recomendó la cauterización y la cirugía para las masas que crecían sin control en el cuerpo. Las llamó oncos, que quiere decir hinchazón, lo que dio origen a la palabra oncología (estudio de los tumores). Los emplastos de Aulo Cornelio Celso y las cirugías del persa Rhazes también demuestran que el cáncer preocupó a los grandes médicos de la historia antigua, quienes tuvieron que reconocer que la lucha contra este mal estaba perdida. Bajo esa concepción, casi hasta el siglo XVIII los tratamientos para las masas y tumores fueron básicos y limitados a retirarlos del cuerpo con técnicas muy rudimentarias. Es de suponer que la ausencia de anestesia y de asepsia hacía que los desenlaces fueran, en la mayoría de los casos, desastrosos. La extirpación de un tumor que le ocupaba la mitad derecha de la cara y el cuello a la holandesa Clara Jacobi, en 1689, ha trascendido como ejemplo de esto. Pero los tumores que no se manifestaban en la parte exterior del cuerpo solo fueron operados después de que el italiano Giovanni Morgagni describió la anatomía patológica gracias a cientos de autopsias, y de que el cirujano escocés John Hunter retiró algunos con gran precisión a mediados del siglo XVIII. Los primeros hospitales para personas con cáncer se abrieron en Francia a finales de ese siglo, y no para tratarlos, sino porque se consideraba contagioso.

Todo está en las células

Palos de ciego parece ser el principio con el que se enfrentó el cáncer hasta bien entrado el siglo XIX, como consecuencia del profundo desconocimiento que se tenía sobre él. El médico alemán Rudolf Virchow, padre de la patología celular, rompió con este marasmo con un postulado: “Toda célula proviene de otra célula”. Desde entonces, deslizó por esa vía todos los estudios sobre esta enfermedad. En el siglo XIX, el patólogo inglés James Paget descubrió que los tumores podían viajar por la sangre, con lo que se entendió el fenómeno de la metástasis.

Nace la quimioterapia

Al observar que los soldados expuestos al gas mostaza durante la Segunda Guerra Mundial disminuían significativamente la linfa, los farmacólogos norteamericanos Louis Goodman y Alfred Gilman intuyeron que esta arma química podía servir para reducir el crecimiento anormal de las células linfáticas, es decir los linfomas, lo que resultó exitoso.

Sidney Farber, de la Universidad de Harvard, diseñó antagonistas del ácido fólico, con lo que enfrentó algunas leucemias. Desde entonces, cientos de químicos se han desarrollado para tratar muchos tipos de cáncer, lo que constituye uno de los grandes avances de la medicina moderna.

Radioterapia por accidente

Al ver que su piel se había quemado en experimentos con rayos X para hacerse radiografías a sí mismo, el estadounidense Emil Grubbe consideró que si un agente físico lesionaba las células normales también podía destruir las anormales. El 28 de enero de 1896 le aplicó rayos X durante una hora a Rose Lee, una mujer que tenía cáncer de seno, y lo repitió por 17 días. Finalmente, ella murió por la enfermedad. Este fue quizás el primer tratamiento documentado de radioterapia, técnica que sigue evolucionando.

Más allá del núcleo celular

Con el tiempo se conoció que el cáncer es un mal causado por distintos factores que introducen modificaciones en puntos críticos del genoma. Bert Vogelstein, un oncólogo de Baltimore, fue el primero en plantearlo, en los años 90, y hoy se sabe que, de 30.000 genes que tienen los humanos, un grupo pequeño tiene la posibilidad de mutar y enviar instrucciones equivocadas que hacen que las células se multipliquen de manera descontrolada.

Remedios a la medida

Tras años de investigación e innovación surgió la inmunoterapia, a finales de la década de 1990, cuando se aprobaron los primeros anticuerpos monoclonales. Esta terapia, basada en la producción de agentes biológicos que emiten señales naturales para ayudar al organismo a aumentar su sistema natural de defensas, se volvió una herramienta valiosa para controlar el crecimiento tumoral de muchos órganos.

Los avances en genética, genómica (conjunto de ciencias que estudian la estructura genética) y proteómica (grupo de ciencias que se ocupan de las proteínas) y el desarrollo de nuevas tecnologías han permitido igualar un poco la batalla, al punto de que hoy se habla de medicina personalizada. Son métodos diagnósticos y de tratamiento a la medida de cada paciente, con los que se obtienen mejores resultados y se conocen previamente las respuestas a dicho tratamiento. Incluso se puede predecir si las personas desarrollarán tumores.

Con todo, el cáncer está ahí. Pero la pelea ha dejado varios triunfos. Por ejemplo, hay tumores que se previenen controlando factores de riesgo y muchos se pueden curar si se diagnostican de forma temprana. Mientras que en 1970 una de cada tres personas diagnosticadas alcanzaba a vivir cinco años o más, hoy lo logra la mitad.

Seguimos sin erradicarlo

Aunque se va por buen camino, la pregunta sigue siendo la misma: ¿por qué el cáncer no tiene cura y sigue siendo el mismo de hace millones de años? El genetista Gonzalo Guevara responde que el cáncer es propio de las estructuras biológicas multicelulares, que son la base inmodificable de los seres vivos.

“Las especies pueden evolucionar, pero la estructura multicelular que organiza tejidos y órganos es la misma. Por eso no es raro que los tumores tengan millones de años y los individuos parezcan distintos”, dice.

De hecho, el cáncer no es exclusivo de los humanos, sostiene el experto; también existe en otros animales y en plantas, con mecanismos de manifestación infinitamente variables. Por ejemplo, “el elefante es un organismo pluricelular, pero solo el 5 por ciento muere por tumores malignos, frente al 25 por ciento de los humanos, lo que demuestra que la naturaleza tiene elementos para protegerse contra esta enfermedad”, señala Guevara.

Se ha descubierto que, además de los elefantes, otros animales tienen una especie de alarmas que detectan las células dañadas y hacen que se reparen o que no se multipliquen. Esto, al parecer, es producto de la ebullición de los mecanismos de adaptación que velan por conservar a los individuos y a su especie.

“Los humanos somos únicos como especie en el sentido en que evolucionamos de una manera muy rápida, en un tiempo muy corto”, le dijo a la BBC Mel Greaves, científico del Instituto para la Investigación del Cáncer de Londres.

Según él, el éxito de la evolución se juzga a partir de cuánta descendencia se deja y no de cuánto tiempo se vive. No obstante, los humanos tienen una expectativa de vida muy por encima de su edad reproductiva, por lo que –desde el punto de vista de la adaptación– en la vejez no hay mucha presión biológica para protegerse del cáncer. En otras palabras, el organismo no se esfuerza por desarrollar mejores formas de defensa. Para la muestra está que “en términos de los mecanismos adaptativos contra la transformación de las células, tenemos los mismos que los chimpancés –que viven menos que nosotros–, pero desarrollamos más cáncer que ellos”, explica Greaves.

Si bien parece que el cáncer, con sus más de 200 formas, es como un precio que los humanos deben pagar por tomar la ruta de la evolución –que nos condujo al ‘Homo sapiens’ de hoy–, todo lo anterior demuestra que la humanidad siempre se ha esforzado por vencerlo. Y si 8,2 millones de muertes anuales por su culpa pueden dejar entrever que la guerra se está perdiendo, las víctimas podrían ser el doble si no se hubiera avanzado. Más que nunca, el panorama es esperanzador y lo más seguro es que en un millón de años, cuando salgan a la luz los fósiles de lo que seremos en un futuro no muy lejano, seguramente estos estarán libres del osteosarcoma que no dejaba caminar a nuestro pariente sudafricano.

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