Las tensiones que sufrieron los Obama -y su matrimonio- durante sus años en la Casa Blanca
En sólo 24 horas, el best seller “A Promised Land” del ex presidente norteamericano vendió 890.000 ejemplares, algo que ni Bill Clinton y George W. Bush siquiera rozaron con sus memorias presidenciales. Una de las claves podría ser la manera personal en que Barack Obama cuenta la historia colectiva y también la íntima, de su familia, durante su mandato Con una venta de 890.000 ejemplares el mismo día de su salida, A Promised Land, el nuevo libro de Barack Obama, sigue recogiendo críticas elogiosas, no solo por lo que cuenta sino también por la manera en que lo hace. En comparación con My Life, de Bill Clinton, que en las primeras 24 horas vendió 400.000 ejemplares, y con Decision Points, de George W. Bush, que llegó a 220.000 el día uno, se ubica en un camino seguro a convertirse en la memoria presidencial más leída en la historia moderna. Entre las muchas escenas de trastienda que contó el presidente 44 de los Estados Unidos, las hay políticas, y de gran peso: las batallas en Capitol Hill por una de sus herencias principales, la Ley de Salud Accesible (Obamacare), u otras que perdió, como la ley de reforma migratoria y la protección del clima. Pero el volumen también revela escenas más íntimas, un terreno que sus predecesores prefirieron eludir, como el efecto que la Casa Blanca causó en su persona y en su familia. En uno de los capítulos, hacia las dos terceras partes de las 750 páginas del libro, Obama contó cómo una cierta negación lo protegió, al menos superficialmente, del impacto del cargo en su carácter, y sobre todo en su esposa, Michelle, quien en primer lugar ni siquiera había querido que él compitiera por la presidencia. “Yo te he apoyado todo el tiempo porque creo en ti aun a pesar de que odio la política. Odio la manera en que expone a nuestra familia. Y tú lo sabes“, le había dicho, cuando hablaron francamente del tema por primera vez. “Por Dios, Barack, ¿cuándo va a ser suficiente?’”. A pesar de esa primera reacción, Michelle Obama apoyó, acompañó y ayudó a su marido, y asumió su papel de primera dama con más entusiasmo de que ella misma sospechaba que albergaba en su interior. Eso no la hizo impermeable a la gran presión que, según contó A Promised Land, ella fue en realidad la primera de los dos en percibir y expresar. Obama recordó un momento en el que todo el mundo a su alrededor parecía conspirar para darle ánimo. Desde una de las asesoras principales de su gobierno, Valerie Jarrett, hasta Eleanor Kaye Wilson, la madrina de sus hijas, pasando por amigos como Marty Nesbitt o Eric Whitaker le celebraban el buen aspecto que tenía, le mandaban notas de aliento, lo felicitaban porque la presidencia parecía no afectar la calma de su personalidad. Un día el mandatario le comentó a Robert Gibbs, su secretario de prensa, que tanta solicitud a veces lo intrigaba, y Gibbs se rió: Permítame decirle, jefe: si usted mirase las noticias, también se preocuparía por usted mismo. Entonces tomó el control remoto de un televisor y le dedicó un rato al asunto. “Cuando estuvimos en la cumbre, hacia el final de la campaña y el comienzo de mi presidencia, casi todas las imágenes de las noticias me mostraban activo y sonriente, estrechando manos y hablando sobre fondos espectaculares, exudando energía y control con mis gestos y mis expresiones faciales”, escribió. “Ahora que la mayoría de las noticias eran negativas, surgía una versión diferente de mí: parecía más viejo, caminaba solo por la galería o el Jardín Sur hacia el Marine One, con los hombros encogidos, mirando hacia abajo, mi cara agotada y arrugada por las responsabilidades del cargo”. Con “la versión más triste” de él en exhibición permanente, Obama pensó que la imagen que los medios proyectaban de él no se correspondían con lo que él sentía. “En realidad, la vida tal como yo la experimentaba no parecía tan terrible”, escribió. Estaba el lado negativo, sí: “Como todo mi equipo, me podría haber venido bien un poco más de sueño. Cada día traía su cuota de irritación, preocupaciones y desilusiones. Me inquietaba por errores que cometía y cuestionaba estrategias que no habían dado resultado. Me amilanaban algunas reuniones, algunas ceremonias me parecían tontas, hubiera preferido evitar algunas conversaciones. Y si bien seguía reprimiéndome para no gritarle a la gente, solía decir palabrotas y quejarme, y al menos una vez al día me sentía calumniado”. Pero sobre todo había un gran costado positivo en todo lo que hacía: “El trabajo no dejaba espacio para el aburrimiento o la parálisis existencial, y cuando me sentaba con mi equipo a elaborar la solución a un problema enredado, por lo general salía más lleno de energía que drenado. Cada viaje que hacía —una gira por una fábrica para ver cómo se producía algo, o una visita a un laboratorio donde los científicos me explicaban un hallazgo reciente— alimentaba mi imaginación. Consolar a una familia rural desplazada por una tormenta o reunirme con maestros de barrios marginados que luchaban por llegar a unos niños que otros habían descartado, y permitirme sentir, aunque solo fuera por un momento, lo que les sucedía, me henchía el corazón”. Eran los años en que sus hijas dejaron de pedirle que les leyera cuentos antes de dormir, porque querían leer por sí mismas, y en los que él y su esposa tenían mucho para compartir, en la misma longitud de onda, por las actividades de la oficina de la primera dama. Sin embargo, aun con los beneficios del poder, o precisamente por ellos, porque tienen un lado B, él comenzó a percibir “una corriente subterránea de tensión en ella, sutil pero constante, como el sonido de una máquina escondida”. Continuó: “Era como si, confinados como estábamos dentro de los muros de la Casa Blanca, todas sus fuentes de frustración anteriores se volviesen más concentradas, más vívidas, ya por mi concentración el día entero en el trabajo, o la manera en que la política exponía a nuestra familia a un escrutinio y un ataque constantes, o la tendencia —incluso de amigos y familiares— a tratar su papel como secundario en importancia”. La mansión presidencial funcionaba como un recordatorio incesante de todo lo que había dejado de estar en sus manos de su propia vida, la de su esposo y las de sus hijas. “Y así, conscientemente o no, una parte de ella se mantenía en alerta, más allá de los pequeños triunfos y alegrías que podían venir un día o una semana o un mes: a la espera, observando de dónde llegaría lo siguiente, preparándose para la calamidad”. Pero ella rara vez compartía con él esos sentimientos. “Estaba al tanto de la carga que yo tenía y no le veía el sentido a agregarme nada más; en el futuro a la vista, al menos, no había mucho que yo pudiera hacer para cambiar las circunstancias”. También la actitud de él influía el silencio de ella: “Y acaso dejó de hablar porque sabía que yo trataría de analizar sus miedos para desarticularlos, o trataría de calmarla de algún modo intrascendente o que implicara que ella debía cambiar su actitud. Si yo estaba bien, ella debía estarlo también”. Pero la realidad no acompañaba. En ocasiones la pasaban bien, compartían los momentos felices de una familia que se lleva bien: un domingo de juego con las hijas y el perro, Bo, por ejemplo. “Pero con más frecuencia Michelle se retiraba a su estudio una vez que terminábamos de cenar, mientras que yo caminaba por el pasillo hasta el Salón de Tratados. Y para cuando yo terminaba de trabajar, ella ya estaba durmiendo”. Entonces él se colaba suavemente en la cama, tratando de no despertarla. “Y aunque rara vez tuve problemas para conciliar el sueño durante mis años en la Casa Blanca —estaba tan cansado que a los cinco minutos de apoyar la cabeza en la almohada caía frito—, hubo noches en las que, acostado al lado de Michelle en la oscuridad, pensé en aquellos días en los que todo parecía más liviano entre nosotros dos, cuando su sonrisa era más constante y nuestro amor menos gravoso, y de pronto el corazón se me estrujaba de solo imaginar que aquellos días podrían no regresar jamás”. En el momento de escribir este capítulo de su libro, con el beneficio de poder mirar a posteriori, sabiendo que superaron los obstáculos de aquellos años, Obama se preguntó “si la respuesta de Michelle fue la más honesta” frente a los cambios de cataclismo que sufrió la familia; “si en mi aparente calma a medida que se acumulaban las crisis, si en mi insistencia en que todo saldría bien al final, en realidad solo me protegía a mí mismo y contribuía a la soledad de ella”. Fue por entonces cuando el ex presidente comenzó a tener un sueño recurrente. “Me encontraba en las calles de una ciudad no identificada, en un barrio con árboles, tiendas, semáforos. El día era agradable, tibio con una brisa leve, y la gente caminaba de compras o paseando el perro o de regreso a su casa luego del trabajo. En una versión ando en bicicleta, pero con más frecuencia voy a pie y ando sin rumbo, sin pensamientos, cuando de pronto me doy cuenta de que nadie me reconoce. No me sigue la seguridad. No tengo que ir a ningún lugar. Mis elecciones no tienen consecuencias. Entro a una tienda en una esquina y compro una botella de agua o de té frío, hablo de esto y aquello con la persona detrás del mostrador. Me siento en un banco cercano, abro mi bebida, tomo un sorbo, y simplemente observo el mundo pasar”. La emoción que le dejaba el sueño, concluyó, era como un bálsamo: “Sentía que había ganado la lotería”.