Los gestos de los candidatos revelan sus pensamientos

Entre el 60 % y el 80% de nuestra comunicación diaria es no verbal. Es el único lenguaje universal, inconsciente (aunque podemos aprender a manejarlo), que revela pensamientos, emociones y decisiones. El comunicador político Jerry Shuster dice que “el lenguaje corporal, la imagen personal, las posturas, hasta los gestos faciales, representan el 85 % de lo que la audiencia percibe”. Es decir, que las palabras son solo cerca del 20 % de lo que comunicamos. Joe Navarro, exagente y alto funcionario del FBI (Oficina Federal de Investigación) y mi actual mentor, me comentaba que Estados Unidos dedica mucho tiempo y recursos a capacitar en lenguaje corporal tanto a funcionarios de inteligencia y seguridad como a políticos y hasta al presidente. Quizás, habiendo recibido dicho entrenamiento, la candidata presidencial del Partido Demócrata, Hillary Clinton, proyecta una imagen corporal magnánima. Su principal característica corporal es su sonrisa, que usa para proyectar una imagen cálida, aunque poderosa. Estos rasgos muestran un liderazgo matriarcal, que hace que se conecte emocionalmente con su audiencia y a la vez establezca una distancia de líder imponente. Estudios señalan que las mujeres tienden a ser más democráticas que los hombres. Por ello Hillary ha sabido cómo adoptar una postura dominante sin ser arrogante como Donald Trump, su rival republicano. Algo que puede adjudicarse a la programación genética, que no es otra cosa que lo que nos ha dejado la evolución: codificaciones irreversibles. Una de ellas es el “liderazgo de género”, masculino y femenino. “Cuando hay competencia o conflictos entre organizaciones o naciones, se activa esta información genética del estereotipo de liderazgo masculino por puro sentido de supervivencia. Mientras que el liderazgo femenino se activa cuando se está buscando estabilidad, equilibrio, desarrollo y paz”, dice el sociólogo Van Gugt (Vugt). Si el país busca seguir libre de conflictos y lograr una ecuanimidad, entonces Hillary sería la elección. La exsecretaria de Estado ha logrado potencializar este liderazgo codificado que tienen las mujeres: mesura y control. La candidata presidencial no se descompone por los comentarios de Trump. Esa confianza emocional crea un aura de grandeza a nivel corporal. En los debates con el magnate republicano no se deja intimidar, no es reactiva y logra dominar muy bien sus emociones, manteniendo una cara inalterable aunque con ciertos leves gestos de desagrado ante su contrincante. Sin embargo, Clinton debe ir más allá de esta “retórica ensayada”, transmitir mensajes con mayor carga emocional y dejar en ciertos momentos su “stage drop draw smile” (sonrisa sorpresiva). Ella sonríe por sonreír y para enmascarar otras emociones que no quiere que otros vean. Una especie de sonrisa social que puede proyectar cierta carencia de autenticidad. La auténtica se ve a través de los ojos (patas de gallo). La candidata se ha entrenado muy bien como oradora, no obstante, puede llegar a ser muy mecánica al hablar. Si observamos las recientes entrevistas de Hillary y las comparamos con las de hace veinte años, su tono se ha vuelto más profundo y grave. Se ha descubierto que la mayoría de las personas están biológicamente predispuestas a confiar subconscientemente en los líderes políticos con voces más profundas, tonos bajos y graves. Estamos programados evolutivamente para seguir a líderes con voces de este tipo, porque las asociamos primatológicamente con fuerza, idoneidad, inteligencia. No se ha dejado fundir frente al fuego intolerante, xenófobo y misógino del demagogo de Trump. En una conferencia sobre el Liderazgo y la Neurociencia, me preguntaron cuál es el área cerebral que Donald Trump utiliza más, y yo respondí: “Él, como buen egonarcisista, es un adicto de su amígdala”. ¿Amígdala? ¿Acaso existe otra amígdala aparte de la garganta? Sí. Una estructura cerebral donde se procesan las emociones reactivas, instintivas y las más primitivas del cerebro. Esta área es considerada una de las más antiguas de nuestro cerebro y su funcionamiento es totalmente instintivo e inconsciente, ya que es la responsable de procesar el miedo y la ira. Pero, más allá de esta amígdala, cabe señalar que el 98,76 % de nuestra composición genética es igual a la de nuestros primos hermanos los primates (chimpancés y bonobos), es decir, que el 1,24 % es lo que nos hace aparentemente humanos. O mejor, “primates modernos”. Heredamos de los primates conductas y el llamado “liderazgo primatológico”, entre los que están los llamados “alfas”: los positivos y los negativos. No sobra decir en cuál entraría Trump. Todo alfa negativo busca manipular a su audiencia desde las narrativas del miedo, la ira y la exclusión, con el fin de que la amígdala de la audiencia reaccione. Un concepto básico de la psicología social es que las personas son más fáciles de persuadir al mostrarles lo que pueden perder, mas no lo que pueden ganar, es por esto que la amígdala es tan poderosa cuando nos encontramos en una situación de peligro. Ante una posible pérdida, la amígdala toma el control logrando inhibir el neocórtex (la parte lógica del cerebro) y nos impide tener control racional, por lo que la primera reacción es arremeter con violencia. Donald Trump como buen estratega utiliza la “táctica amigdalar” para aprovecharse de la ignorancia de las masas y generar ansiedad en el público. Su discurso desencadena miedo y confusión, esenciales para que se activen más las zonas emocionales y así inhibir al cerebro racional de los votantes. Todo egonarcisista hace lo imposible para ganar y en el caso de Trump lo hace violentamente al despertar la intolerancia con ideas como construir muros, criminalizar al migrante, hablar despectivamente de las mujeres, proponer impedir la entrada de musulmanes y propagar la islamofobia. Un alfa negativo como Trump mantiene firme el mensaje del miedo, porque sólo así mantiene unida y alimentada la ignorancia. Refuerza su mensaje con su corporalidad invasiva y agresiva. Trump poco se desplaza en los escenarios y prefiere utilizar los “upper body gestures” (gestos corporales superiores), para mostrar poder, control y firmeza. Trump no habla, grita. Sus ademanes y gestos son exagerados y hasta caricaturescos. Mientras muchos políticos disfrazan sus emociones con su corporalidad, Trump es coherente y consistente con sus polémicas afirmaciones. Investigaciones indican que un discurso con mucho movimiento de manos tiene mayor posibilidad de recordación a nivel inconsciente. Trump logró ser el centro de atención y, de paso, dominar a sus contrincantes gracias, entre otras cosas, a sus expresiones faciales y el lenguaje de sus dedos. Una de sus estratagemas durante los debates era hacer muchas expresiones faciales cuando los demás estaban exponiendo su punto de vista, con el fin de robar más cámara y atención mediática. Él no solo humilla a través de sus gestos, sino que también utiliza sus dedos para hacerlo. Para eso recurre al “pointing” (apuntar), un gesto que puede ser utilizado de forma negativa –para acusar despectivamente a alguien– y con el que se muestra dominante. Pero no hay que echarle la culpa a la amígdala de Trump, porque gracias a este órgano olvidado es que hemos logrado evolucionar como especie, protegernos de los depredadores y de todos los peligros a través de los milenios. ¿Qué más nos legó la evolución? La razón. Así que es imprescindible usarla frente a ciertos liderazgos negativos como el de Hitler, Mussolini y como el de Trump.1

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