Venezolanas deben prostituirse para sobrevivir
Sin dinero para motel o condones: la crisis restringe sexualidad de jóvenes venezolanos 11518 John Alvarez, de 20, y su novia Amanda Aquino, de 19, hablan en la Universidad Central de Venezuela (UCV) en Caracas. Foto: AFP VALORE Indignado 3 Triste 5 Indiferente 15 Sorprendido 5 Contento 3 Agencia AFP LEA TAMBIÉN Sin plata para ir a un motel, John y Amanda deben arreglárselas para tener sexo en casa de sus padres. Además, la falta de dinero para anticonceptivos y el miedo a quedarse solos por la migración limitan la sexualidad de los jóvenes venezolanos. John Álvarez, de 20 años, y Amanda Aquino, de 19, estudian derecho en la Universidad Central de Venezuela, donde es común ver parejas besándose y acariciándose en pasillos y jardines. Pero ellos, más recatados, prefieren refugiarse en el cuarto de John, en el primer piso de su casa en un barrio popular de Caracas, mientras sus padres y su hermana menor duermen en la planta baja. Cuando “en mi casa no hay nadie (…), es un poquito mejor”, confiesa junto a su novia de rizos teñidos de amarillo, incómoda de abordar el tema. Tener sexo sin familiares rondando es una suerte esquiva para ellos, que en dos años de noviazgo nunca han visitado un motel. Tendrían que pagar 10 dólares por seis horas de privacidad, que saldrían de sus esporádicas y modestas mesadas. Prefieren destinar ese dinero a comida. Independizarse es “irreal”, afirma el joven, en una economía devastada en la que la depreciación de la moneda ha provocado que 50% de las transacciones comerciales se realicen en dólares, según la firma Ecoanalítica. Sin embargo, el acceso al dólar se reserva a una minoría en la que a veces encaja Carlos Rodríguez, el típico soltero en busca de aventuras pero condenado, a los 31 años, a vivir con sus papás en el cuarto de su infancia. De pelo y barba cuidados, este diseñador gráfico llega a desembolsar 100 dólares en una cita, sumando cena, tragos, taxis y motel. “Si la llevo para un ‘matadero’, no gasto mucho” , explica, refiriéndose a hoteles “de mala muerte”, su última opción. Pero solo se puede dar ese “lujo” en los “buenos meses”, cuando reúne unos USD 400 diseñando a destajo. Si no, espacia sus escapadas hasta por dos meses. Esperando un ¡Match! Cuando está de cacería en Tinder, la popular aplicación de citas, Jhoanna pregunta sin rubor a sus potenciales amantes por su “capacidad” económica. No por interés, dice, sino porque está acostumbrada a costear la mitad de los gastos en una sociedad en la que los hombres suelen pagar las cuentas. Así, evita malentendidos. Pero tiene un principio: nunca paga habitaciones de motel o condones, esta última una condición no negociable. “Sin gorrito no hay fiesta”, sentencia. Tatuajes que cubren brazos y manos y un maquillaje marcado disimulan sus 37 años de edad en Tinder, donde pasa cuatro horas semanales ojeando el “catálogo”. En su pequeño cubículo de oficina con vista al acomodado sureste caraqueño, la publicista espera algún “¡Match!” y encontrar pareja. “Lo que tiene que llegar, llega”, cree. Prefiere encuentros casuales, pues considera que sus opciones se redujeron por la migración de unos 4,5 millones de venezolanos debido a la crisis. Y es consciente del peligro de salir con desconocidos en un país que registró 57 homicidios por 100 000 en habitantes en 2017, nueve veces la tasa mundial, según la ONU. “Sabemos a lo que nos arriesgamos”, asegura. No te enamores La migración dio pie a una máxima entre los compañeros de Amanda: “No te enamores, porque se va del país dentro de poco”. Algunos jóvenes también recurren a Instagram y Grindr para tener sexo casual. Así nació la relación de Daniel Landaeta y Jorge Álvarez, que se conocieron en un portal gay hace casi tres años. Terminaron enamorados y viviendo juntos. Comparten un apartamento de interés social que les entregó el gobierno socialista dentro del mayor complejo militar del país, donde se sienten respetados. Aunque, temiendo burlas, evitan agarrarse de manos o besarse en la calle, explica Jorge, un arquitecto de 38 años. “Hay homofobia, pero muy mínima”, reconoce despreocupado Daniel, de 28 y contador. “Como casados” Paradójicamente, la diáspora fue un respiro para Oriana García y Antonio de Muro. Ocuparon el apartamento donde creció el joven de 24 años, después de que su familia emigró a España. “Vivimos como casados”, afirma risueña Oriana, de 21 años, en la habitación principal de paredes verdes, adornada con retratos familiares. Anidaron, pero el problema son los anticonceptivos, durante años escasos y ahora demasiado costosos por la hiperinflación. Estudiante universitaria, Oriana compra tratamientos cubanos cada tres meses en el mercado negro por USD 4. Hoy, farmacias ofrecen cajas de tres condones por USD 2 y anticonceptivos importados de USD 5 y 8 para un mes. Montos que Franyercis Reyes no puede cubrir con un ingreso mínimo de USD 6,7 mensuales. En octubre pasado se colocó un implante, cuyo costo multiplicaba por siete su sueldo. “Es más efectivo hacer un solo gasto”, estima esta cajera de supermercado de 18 años en un centro de planificación familiar de Caracas, donde incluso menores hacen fila desde la madrugada para adquirir anticonceptivos económicos. La tasa de embarazo precoz en Venezuela alcanzó 95 por cada 1 000 jóvenes en 2018, según la ONU. Penalizado, el aborto en este país se practica clandestinamente. Para Amanda, tener una sexualidad activa o una simple cita está fuera de toda normalidad en la otrora potencia petrolera. “Es muy complicado ir al cine, pasear, comerse un helado”, se lamenta. Para ella y John, un “noviazgo normal” es simple fantasía. Diosdado Cabello dice que tío de Juan Guaidó fue detenido por trasladar ‘explosivos’ en avión Explota coche bomba cerca de base militar de Colombia sin dejar víctimas Líder chavista dice que ‘sería un suicidio’ el enfrentamiento militar de Venezuela con Estados Unidos Cuando a Adriana una “supuesta amiga” le propuso “un buen trabajo” en Colombia no sospechó de lo que su decisión de abandonar su Venezuela natal le depararía. Como ella, muchas venezolanas se han visto atrapadas en el llamado “sexo por supervivencia”, la mayoría de las veces coaccionadas o porque no han encontrado una vía mejor para mantener a sus familias. En el caso de Adriana, la pesadilla duró tres meses y ocurrió hace dos años, pero sigue viva en su memoria. Aún recuerda cómo llegó a Colombia tras cruzar “por una trocha” porque así era más barato y las risas de quienes acudieron a recogerla junto a su amiga en Arauquita y la llevaron al que sería su lugar de trabajo. “Me preguntaron si sabía lo que iba a hacer y les dije que trabajar de ‘cantinera’”, cuenta por teléfono a Europa Press, subrayando que en Venezuela este trabajo “es diferente a prostituta”. Cuando comprendió que su amiga la había engañado rompió a llorar, pero asegura que lo más “humillante” fue cuando vio que la patrona del bar pagaba 40.000 pesos colombianos (unos 10.800 euros) por ella a la intermediaria y esta le daba parte de esa suma a su “supuesta amiga”. En aquel bar había más mujeres como ella, obligadas a “vender su cuerpo” y a “hacer lo que la patrona mande”, sin poder hablar con nadie ni salir de allí. A algunas, recuerda, se les pasaba por la cabeza el escapar, pero “la patrona nos decía que nos matarían” y de hecho eso fue lo que ocurrió a dos de ellas mientras estuvo allí por haber robado a otras. Mientras permaneció allí tuvo que compartir habitación con otras cuatro mujeres, “escuchando a las otras” mientras trabajaban, y tuvo que hacer lo que la pedían, “aunque no te gustara”, porque lo único que quería la patrona “era la plata”. A algunas las maltraban y golpeaban y los clientes no las pagaban. “Hacían con una lo que querían”, denuncia. Un golpe de suerte La suerte de Adriana cambió un día que su patrona no estaba y llegó un joven colombiano, con quien se sinceró sobre su situación y que se encontraba retenida en contra de su voluntad. Aquel joven, su actual pareja, la convenció de dar el paso y finalmente consiguieron llegar a un acuerdo con la patrona, previo pago de 30.000 pesos (unos 7.900 euros) por su libertad. A continuación, restableció el contacto con su familia, que no tenía noticias suyas desde su marcha, y volvió, pasado un año y tras constatar que su pareja era de fiar –«estaba miedosa», confiesa–, a Venezuela para llevarse con ella a sus tres hijos. Ahora, está embarazada y mira esperanzada hacia el futuro, tras haber rehecho su vida. Pero también denuncia la situación en la que se encuentran muchos de sus compatriotas llegados a Colombia, país que acoge a más de un millón de venezolanos que han huido de la crisis política y económica que atraviesa el país. Una vez en suelo colombiano, son víctimas de “maltrato psicológico” porque “hay gente mala” que las explota y algunas mujeres terminan “regalando su cuerpo” y arriesgándose a contraer gonorrea o sida, lamenta. “Las tratan como si fueran un objeto” “Abusan de ellas como si fueran un objeto, sin importarles sus sentimientos”, se lamenta, denunciando que cada vez son más jóvenes –«es difícil encontrar chicas de más de 30 años en las cantinas«– las que son obligadas a prostituirse y a acceder a los deseos de “viejos verdes”. “Si no lo hacen tienen que pagar con su vida”, subraya. Por ello, tiene claro su mensaje a quienes piensan abandonar Venezuela: “No se vayan, busquen una manera de vivir”. Sin embargo, pese a experiencias como la de Adriana, a diario numerosos venezolanos siguen cruzando la frontera con Colombia, en algunos casos en un viaje de ida y vuelta, pero en otros para instalarse en este país o buscar suerte en otros de la región.