Así era Andrew Jackson, el presidente favorito de Trump
El millonario neoyorquino ha colocado en el despacho oval el retrato del líder populista pero no son tan similares como podría parecer Unas horas después de su toma de posesión, Donald Trump invitó al despacho oval a uno de sus predecesores más polémicos: el general Andrew Jackson, que ejerció como presidente desde 1829 hasta 1837 y cuyo retrato vigila desde hace un mes cada movimiento de su sucesor. Jackson fue un líder muy popular. Ayudó a demorar el estallido de la Guerra de Secesión y dio voz a los ciudadanos blancos menos pudientes. Pero su carácter pendenciero y su defensa de la esclavitud lo han convertido en una figura incómoda para muchos de sus sucesores, que no se atreven a reivindicar los logros de un presidente que ordenó ejecutar a cientos de civiles y propició el genocidio de miles de indígenas durante sus años en el poder. El espíritu de Jackson no lo invoca Trump sino su estratega jefe Steve Bannon, que presentó el primer discurso del nuevo presidente como un guiño a su predecesor. “Fue una declaración muy clara de los principios básicos de este movimiento nacionalista y populista”, explicó Bannon unas horas después de la toma de posesión. “No creo que hayamos tenido un discurso así desde que Andrew Jackson llegó a la Casa Blanca”. Unas horas después de jurar el cargo, Trump ya había instalado a la derecha de su escritorio el retrato de Jackson que pintó en 1835 Ralph. E. W. Earl. El artista y el presidente eran amigos y ambos volvieron juntos a Tennessee al final del segundo mandato de Jackson, que acogió al pintor en su mansión. En el hueco donde ahora está el retrato de Jackson, Obama tenía colgada una obra que Norman Rockwell pintó para la portada del Saturday Evening Post. El cuadro muestra a cuatro obreros reparando la antorcha de la Estatua de la Libertad. No parece probable que Trump sepa nombrar los principales logros de Jackson: el presidente ha explicado en alguna entrevista que apenas ha leído ningún libro y no suele hablar sobre la historia del país. La elección del retrato tiene que ver con las obsesiones de su entorno, que intenta presentar a Trump como el líder de un movimiento populista transversal.
Por qué Jackson
No es difícil percibir por qué el mito de Jackson puede ser útil para Trump. Los ancestros irlandeses del general decimonónico y sus orígenes en Tennessee y Carolina del Norte coinciden con los de muchos de los proletarios blancos que votaron por Trump en 2016. Jackson llegó a la Casa Blanca abanderando un movimiento contra los poderosos y presentándose como el representante de la voluntad popular. Esa retórica populista era muy novedosa a principios del siglo XIX. Sus seis predecesores habían sido patricios millonarios elegidos por los representantes de los estados y sin sufragio universal. Ni los negros ni las mujeres pudieron votar en las elecciones de 1828. Pero muchos estados habían extendido el sufragio por primera vez a todos los varones blancos sin importar sus propiedades o su residencia y esos cambios propiciaron el triunfo de un candidato que había nacido en una familia muy pobre y que había llegado a la Casa Blanca a lomos de su popularidad arrolladora y de su carrera militar. “Ni los ejércitos ni los jefes militares pueden imponer ya la tiranía contra la voluntad de la opinión pública”, dijo Jackson en septiembre de 1833. “El pueblo debe temer más a la asociación de los ricos y de los profesionales que pertenecen a una aristocracia que a veces logra prevenir que las instituciones aseguren la libertad de los ciudadanos”. Mucho más inteligente que sus rivales, Jackson comprendió la naturaleza de las campañas modernas y la importancia de imprimir pasquines y fomentar el culto a la personalidad. Sus partidarios sembraron el país de clubes con el apodo del presidente, que visitó varios estados durante su mandato para cultivar su popularidad. Al igual que Trump, Jackson era un personaje mercurial e imprevisible. “Cuando llegue al poder, traerá una brisa con él pero no puedo decir en qué dirección soplará”, dijo el célebre congresista Daniel Webster unos días antes de su primera toma de posesión. A Jackson le gustaba saltarse las normas y provocar a los ricos. Muchos creyeron que no estaba preparado para el ejercer el cargo y percibieron su mandato con recelo. Sus enemigos temían que suspendiera los derechos constitucionales y asumiera el poder absoluto al estilo de Napoleón. Jackson creía que el presidente debía estar por encima de los otros poderes del Estado y esa percepción le llevó a chocar con los jueces, con los líderes abolicionistas y con los separatistas de Carolina del Sur. Ninguno de sus predecesores tuvo una idea tan expansiva de la presidencia. Por eso los caricaturistas de la época dibujaban a Jackson con una túnica y una corona con la leyenda: “Andrew the First”.
Un modelo para Truman
Trump no es el único admirador de Jackson en la Casa Blanca. El republicano Theodore Roosevelt apreciaba su instinto asesino y decía que ningún presidente salvo Washington y Lincoln había dejado una huella tan profunda en la historia del país. Harry Truman llegó a colocar una estatua de bronce de Jackson en el despacho oval unos meses después de jurar el cargo. “Quería cuidar del hombre corriente que no tiene quien le ayude”, dijo sobre Jackson. “Eso es lo que se supone que un presidente debe hacer”. Y sin embargo ningún presidente abrazó el legado de Jackson con el entusiasmo de Trump, cuyo entorno se aferra a su figura como un precedente en este tiempo convulso marcado por la división.
Al igual que Jackson, Trump es un anciano que vive solo en la Casa Blanca con la compañía ocasional de un matrimonio joven y con la ayuda de un sofisticado aparato de propaganda. El papel que ahora tienen empresas como Breitbart News lo desempeñaban entonces el Globe, el periódico que defendía las políticas del presidente de forma incondicional. Jackson tenía su propio Bannon: el maquiavélico Amos Kendall, al que un coetáneo definía como “el motor de todo el Gobierno: el que piensa, planifica y actúa siempre en la oscuridad”. Abrazar la figura de Jackson no parece muy inteligente. Su legado incluye éxitos notables pero también borrones como el genocidio de los pueblos indígenas o su defensa de la esclavitud. El espíritu democrático de Jackson nunca se extendió a las mujeres ni a los afroamericanos. Es cierto que vivía en un estado de frontera donde la esclavitud no se percibía como un problema moral. Pero muchos de sus coetáneos se habían pronunciado a favor de emancipar a los esclavos y otorgarles la libertad.
No tan parecidos
Se podría decir que Jackson es un espejo útil para el entorno de Trump pero ambos son personajes muy distintos. Al contrario que Trump, Jackson fue un hombre hecho a sí mismo: se quedó huérfano de niño, ayudó a las tropas revolucionarias durante la Guerra de la Independencia y ejerció durante décadas como juez, congresista y senador. Trump no sirvió en el Ejército y llegó a esgrimir una extraña dolencia evitar tener que combatir en la Guerra de Vietnam. Esa actitud contrasta con la vocación de Jackson, que nunca esquivó el servicio militar y se hizo un nombre en el imaginario colectivo con sus hazañas bélicas. Mucho antes de albergar ambiciones políticas, los ciudadanos lo conocieron como el héroe que derrotó a los británicos en la Batalla de Nueva Orleans. Algunos han comparado los tuits más agresivos de Trump con los arranques coléricos de Jackson pero es un símil engañoso. El viejo general no era un líder impulsivo sino un político taimado, capaz de sopesar durante semanas su respuesta a un insulto de un adversario o a una agresión exterior. “Jackson siempre fue más racional y más calculador de lo que suponían sus enemigos”, escribe su biógrafo Jon Meacham en su libro American Lion. “También fue una persona comprometida con el ideal de la democracia y con la conservación del llamado experimento americano. El viaje entre las palabras a menudo inflamatorias de Jackson sobre un asunto y los resultados astutos y sensibles no fue fácil ni limpio ni bonito sino a menudo caótico y difícil pero Jackson hizo ese viaje”. Por ahora Trump no ha dado signos de tener esa astucia a la hora de abordar asuntos complejos como el empleo o la inmigración. Es pronto para juzgar su primer mandato pero tiene un carácter narcisista e inestable, en las antípodas del control espartano de su predecesor. El ascenso de Jackson fue el fruto de la extensión del derecho a voto en Estados Unidos, que transformó una república gobernada por un grupo de patricios en la democracia parlamentaria que conocemos hoy. Jackson arrasó en 1828 y en 1832 empujado por esos nuevos votantes. Cuatro años antes de su primer triunfo, Jackson fue el candidato más votado pero perdió la Casa Blanca por un apaño entre sus enemigos John Quincy Adams y Henry Clay. Trump, en cambio, sacó casi tres millones de votos menos que su rival demócrata y llegó a la Casa Blanca con la ayuda de la institución menos democrática del sistema: el llamado colegio electoral. Como bien recuerda aquí el historiador H. W. Brands, Jackson siempre se comportó como un caballero y no habría comprendido episodios como el vídeo obsceno de Trump. El viejo general nunca toleró los insultos a su mujer y llegó a matar a un hombre en un duelo para defender su honor en 1806. ¿Qué habría pensado de un presidente que presume de manosear los genitales de las mujeres sin su permiso? Los historiadores consideran a Jackson como el fundador del partido demócrata pero pocos invocan su legado en un partido que prefiere citar a los Obama o a los Kennedy. Ahora el entorno de Trump quiere convertirlo en el emblema de su discurso contra las elites ilustradas pero el tiempo juega a favor de sus rivales. La América rural se despuebla y se envejece. Muy pronto será imposible llegar a la Casa Blanca sin la América urbana, más joven, más numerosa y más liberal.