Un día en las casas de paso que albergan a los migrantes venezolanos varados tratando de entrar a Ecuador

Los venezolanos varados en la frontera entre Colombia y Ecuador se niegan a deshacer sus pasos. Están convencidos de que les dejarán pasar en algún momento y prefieren esperar en las casas de paso de las ciudades fronterizas, donde se palpa la verdadera emergencia humanitaria.

El albergue El Sol de los Pastos, en Ipiales (Colombia), en la primera semana de vigencia del visado ecuatoriano recibió a más de 500 personas diarias, duplicando su capacidad instalada. Esto después de que el gobierno de este paíz determinó exigir visado a los venezolanos que quieran entrar a su territorio, aunque sea de paso.

En este albergue nada se deja al azar, hay férreos protocolos para todo. A las 6:00 de la mañana las personas comienzan a despertar, recogen las frazadas que les prestan para pasar la noche y empiezan a hacer las filas del día: para ir al baño, para recoger el carné del comedor, para entrar a comer. Luego, sobre las 8:00, cargan sus maletas y se acercan al cruce fronterizo a ver si hay suerte. Mientras eso ocurre, se hace una limpieza general de las naves, el proceso de desinfección, y en el comedor se preparan para atender a los comensales que en estos días alcanzan el millar.

Durmiendo en la calle y soportando bajas temperaturas: 300 venezolanos están varados en la frontera entre Colombia y Ecuador

Cada día hay nuevos rostros en el albergue de Ipiales, los rezagados que continúan llegando a la frontera. Los organismos humanitarios se encargan de la selección tanto para el comedor como para el albergue. Los migrantes pueden quedarse en el lugar durante tres días y tienen comida garantizada para 15.

Por supuesto, la regla se rompe, como ocurrió con Francisco Rondón, que llevaba 13 días en el albergue cuando contó su historia a Univisión Noticias: “Me vine con un grupo que iba a Perú, pero cuando llegué a Quito mis familiares me dieron la noticia de que mi hijo se había venido detrás, y de que saliendo de Cali se montaron unos que les dicen ‘Los hinchas’ y sin medir palabra les cayeron a puñal a todos los que estaban encima de la mula”. La noticia lo hizo devolverse hasta Colombia y quedarse en la frontera pidiendo ayuda para hacer el viaje a la inversa: ir a Cúcuta y luego al estado venezolano de Yaracuy para ver por última vez a su hijo.

En el lado ecuatoriano de la frontera la realidad de las casas de paso es distinta. La mayor parte son iniciativas atadas a la voluntad de unos pocos.

Yolanda Montenegro, una vendedora ambulante, lleva años compartiendo su casa con desconocidos que pasan por Tulcán, la primera ciudad fronteriza del lado de Ecuador. Empezó a acoger a los mismos ecuatorianos que vivían en parroquias rurales distantes y tenían que venir a la ciudad para hacer trámites, como cedularse y cosas así. Luego recibió a colombianos que eran desplazados de sus hogares y llegaban solo con lo puesto, y ahora da refugio a los venezolanos.

Un día antes de que la frontera cerrara tenía 150 personas alojadas en la casa de dos plantas que ella alquila para vivir con dos de sus cuatro hijos y un nieto. “No es fácil, a veces ni mis hijos entienden lo que hago. Mi esposo, que en paz descanse, decía que era una locura, pero yo estoy feliz de hacer cosas por otras personas”, cuenta la mujer de 45 años que también ha sido blanco de la crítica de vecinos que la han llegado a insultar por dar abrigo a estas personas que vienen de fuera.

En las habitaciones de la casa no hay muebles, solo colchones ajados tendidos en el suelo y alguna litera que alguien donó para el albergue conocido como Jesús del Migrante. Los venezolanos entran al inmueble a las 18:00 horas y esa es prácticamente la única regla que deben seguir.

La dueña de la casa les indica dónde pueden dormir y les cobra 50 centavos a los que pueden pagar. Luego los migrantes usan la cocina por turnos; arroz, pasta y frijoles llenan las ollas despostilladas. También se turnan para ocupar uno de los dos baños de la casa.

Testigo y consejera

El tiempo de permanencia en la casa de Yolanda puede extenderse por meses, pero ella, que todo lo apunta en un cuaderno, está atenta y cuando ve que sus huéspedes están asentados en la ciudad, les ayuda a conseguir un lugar fijo para vivir.

Lo más común es que los migrantes se conviertan en vendedores ambulantes y ganen unos cuantos dólares en las esquinas de la ciudad. La mujer, que asegura tener raíces colombianas, es como una madre para los extranjeros, los aconseja usando las mismas frases de motivación que tiene pegadas en las paredes de su casa. En el pasado le ha tocado vivir situaciones que la han marcado, como recibir a mujeres violadas: “Se les reconoce porque se envuelven en la cobija que se les presta, piden la ducha rápido y comienzan a llorar. Lo único que hago es abrazarlas”, dijo.

Yolanda en breve tendrá que mudarse porque la propiedad que alquila cambió de dueños y los nuevos le han pedido que se marche, igual que a todos los vecinos que están de paso en el barrio de la ciudad fronteriza.

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